LINGUA MATER

•23 febrero, 2018 • Deja un comentario

Erase una vez un apuesto y elegante castellano, el que me abrió la puerta a la vida. El lenguaje de los cuidados de mamá y el humor cómplice de papá;  el de los cariños, juegos y bromas con mis hermanos y hermanas; el idioma de los dibujos animados del domingo por la tarde; el de la amistad de por vida con mis compañeras de colegio. Un diamante en bruto que la vida, y mi curiosidad, fueron puliendo —aunque la primera versión sacatines se ha revelado mucho más divertida que calcetines, con el tiempo. Mi castellano de infancia se enamoró perdidamente a la tierna edad de 11 años.

Ella era guapíssima, irresistible, una llengua propera i alhora misteriosa, accessible però profunda. Oberta, fresca, decidida, juganera, la llengua catalana va obrir la porta a fer nous amics, a dibuixar nous reptes, a assaborir les meravelles de l’entorn. De la mà del català vaig conèixer (ben aviat) l’Amor de la meva vida, i entre t’estimos, fins aras i no passa ressos, vam anar construint la nostra vida junts, fins formar una nova família de quatre, «la family». La nostra és una llar catalana, on castellà i català conviuen i es complementen feliçment, compenetrados, enamorats, cómplices, entremeliats.

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The discovery of gorgeous Catalan led to further curiosity, and the happy couple Spanish-Catalan gave birth to a most wanted son, English, who helped in travelling two teenage summers to England, obtaining a university degree in philology, finding international working experiences, making friends from all around the world, and enjoying the original version of amazing songs, books, films and TV shows.

Poco dopo l’inglese, è arrivata alla famiglia, un po’ per caso ma anche per sempre, una bella bambina dalla vicina Italia. La lingua di Boccaccio e Dante all’università, ma anche delle canzoni di Zucchero e i libri di Stefano Benni, si è fatta accogliere e amare tutto in fretta, senza appena sforzi. Lingua di spirito musicale, frizzante, è diventata il pupillo dei genitori, coccolata anche dal fratello venuto dalle isole britanniche.

El português y el русский fueron hijos de acogida, amores de paso, filológicos, que dejaron su huella, y de los que siempre se piensa que quizás algún día volverán. Я не знаю… Quem sabe…

It was Catalan that opened the door for me to discover new languages, new cultures, new perspectives. Il catalano mi ha resso ricca: poseeixo  la riquesa d’una gran una família d’idiomes, molt ben parida i ben avinguda que, sens dubte, ha arribat a ser, i m’ha fet qui sóc, gràcies al català.

 

«Aunque el bilingüismo no te haga necesariamente más inteligente, sí ayuda a que tu cerebro se mantenga más sano, más completo y más activo«: https://www.ted.com/talks/mia_nacamulli_the_benefits_of_a_bilingual_brain

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Ens nodrim de paraules/ i, algunes vegades, habitem en elles… 

   Miquel Martí i Pol

UNA INVITADA DE HONOR

•31 May, 2015 • Deja un comentario

LÍDIA

Me llamo Josep. Tengo este nombre porque así me lo puso mi padre, pero desde que murió, todos me conocen como Zep. Mi madre se casó con Borja, un hombre bastante triste, y ahora vivimos en la nueva casa. Odio vivir en la nueva casa. Más bien, odio todos los cambios, como mi nueva hermana, Lídia (que no tiene ni un año). Se podría decir que pasamos más tiempo en el hospital que en ningún otro sito. ¿Por qué? Por Lídia. Simplemente, Lídia. Nació con un problema en el corazón y ahora mi madre y Borja no tienen tiempo ni para decirme hola, siempre yendo al hospital.

Mañana tenemos un examen. No he podido estudiar porque nos hemos pasado la tarde entera en el hospital. He tenido que quedarme toda la noche estudiando. He intentado esforzarme para mantenerme despierto. Estoy haciendo el examen: no sé casi nada de lo que me preguntan… De repente, se abre la puerta de par en par y entra mi madre:

—¡Zep! Han llamado del hospital: a Lídia le queda poco tiempo… ¡VEN! ¡CORRE!

Lo dejo todo en clase, subimos al coche, y nos vamos directos al hospital. Allí, nos encontramos con Borja. Estamos los tres mirando a Lídia. Los médicos tratan de reanimarla, pero ya es demasiado tarde. De repente siento como si… no sé explicarlo del todo. No me lo puedo creer. De repente… ¡abro los ojos!  Me he pasado tanto tiempo odiándola que no he llegado a quererla.

Volvemos a casa, me tumbo en la cama y rompo a llorar. Es increíble todo lo que podríamos haber hecho juntos…

—¡No puede ser! ¡NO PUEDE SER! —grito.

Salgo corriendo y vuelvo al hospital. Llego. Subo las escaleras tan rápido como puedo. Entro en la habitación donde está Lídia, de puntillas, como si ella estuviera dormida.

Me apoyo en ella y me pongo a llorar, con todo mi afecto.

—Lídia… ¡Lídia! ¡No puedes morirte, Lídia! Es increíble todo lo que podríamos haber hecho juntos…—le digo, susurrando.

Me quedo un par de minutos llorando. Me levanto y me seco las lágrimas con el brazo. Qué raro, me parece ver que está abriendo los ojos. No puede ser… ¿Lídia?

Un cuento de Martina Rosique – Escrito originalmente en catalán, Abril 2014

Texto Finalista Jocs Florals de Catalunya 2014- Categoría C (Ciclo Superior de Educación Primaria)

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ROMPER EL SILENCIO

•24 May, 2015 • Deja un comentario

Han pasado los años… Más de tres. Y este blog ha permanecido en silencio.

El silencio, esa fuerza tan poderosa que cuando deja de ser no decimos que termina, o que cambia, o que cesa. El silencio se rompe. Y aunque parezca contradictorio, romper el silencio no significa necesariamente hacer ruido: a veces el silencio lo rompen las miradas, los encuentros fortuitos o las palabras escritas. En un blog, por ejemplo.

Mientras el silencio permanece, la vida sigue, y nos sigue regalando cosas maravillosas, algunas inesperadas:

  • Puede pasar que la pasión artística de una hija se vea confirmada quedando finalista de un concurso literario autonómico con un precioso y emotivo texto, la guinda a sus nueve años de colegio de primaria; que le toque dejar atrás el cole y empezar el (respetado, que no temido) instituto, pero ella puede con todo, no decae en su excelencia.
  • Es probable llegar a descubrir que tu hijo tenga especial talento para un deporte que no había practicado nunca, pero en el que se siente como pez en el agua nada más empezar a jugar, disfrutando de cada partido, de cada pase, de cada tapón, de cada canasta.
  • Incluso puede ocurrir que, tres años más tarde, tu vida laboral haya dado un giro inesperado, y hayas decidido alejarte de la ciudad para emprender un nuevo camino, entre altos árboles, niebla y montañas, pasando a formar parte de un pequeño gran proyecto que pretende traspasar muchas fronteras.

Mientras el silencio permanece, los hijos crecen, los padres nos despedimos de etapas que, aunque sabiamos que llegarían, nos cuesta dejar atrás. Afortunadamente, las nuevas etapas prometen nuevas sorpresas, y se nos cae la baba si nuestra hija hereda la pasión materna por las palabras, o si el tiro a canasta de nuestro hijo parece una copia mini del paterno.

Sin ruido, en silencio, la vida pasa a veces. Y no está mal romper el silencio de vez en cuando, y dejar que las palabras hablen, por escrito y en pantalla en este caso, como lo hacen también tantas otras veces sobre el papel, pronunciadas, cantadas, susurradas e incluso, no dichas:

Un saludo a cualquier lector (silencioso) que ande por ahí 🙂

THE RAILWAY TRAIN

•8 enero, 2012 • Deja un comentario

I like to see it lap the miles,
And lick the valleys up,
And stop to feed itself at tanks;
And then, prodigious, step

Around a pile of mountains,
And, supercilious, peer
In shanties, by the sides of roads;
And then a quarry pare

To fit its sides, and crawl between,
Complaining all the while
In horrid, hooting stanza;
Then chase itself down hill

And neigh like Boanerges;
Then, punctual as a star,
Stop–docile and omnipotent–
At its own stable door.

                                          Emily Dickinson, POEMS

DESTINO

•2 enero, 2012 • Deja un comentario

Cuando comprobé la hora en el reloj supe que era tarde: no iba a llegar a tiempo de coger mi tren habitual, y creí recordar que el siguiente ya no pasaba hasta media hora después, un tiempo precioso en mi calculadísima jornada laboral. Apresuré el paso, no obstante, más que nada para disuadir esa sensación de tirar la toalla que tanto detesto y poder felicitarme, cuanto menos, por haber hecho todo lo posible por enderezar una mañana que había empezado de lo más torcida. «Quizás haya un tren intermedio que no conozco, y si se me escapa delante de mis narices sí que maldeciré la hora en que me he levantado de la cama hoy». Recorrí los últimos metros a la carrera. Al llegar al andén, se anunciaba por megafonía la salida inminente de un tren que, aunque llevaba a un destino que no me resultaba nada familiar, pasaría también por Barcelona, como hacen todos los trenes que salen desde mi estación, haciendo parada en las principales estaciones de la ciudad: estoy salvada, por primera vez desde que he puesto un pie en el suelo en este nuevo día (el pie izquierdo, seguro), parece que he tomado la decisión acertada.

Subí al tren justo a tiempo, las puertas se cerraron, y tomé asiento mientras el tren arrancaba. Comprobé de nuevo la hora en mi reloj: «este tren sale diez minutos más tarde que el que tomo habitualmente, por lo que acabo de ganarle veinte minutos al siguiente tren». Tras una mañana nefasta de retrasos acumulados, lograba ganarle el pulso al tiempo. Me acomodé en un asiento al lado de la ventanilla, respiré profundamente para apaciguar el resuello, desenredé los auriculares de la blackberry para conectarme a mi música, y me sumergí en los mensajes pendientes de leer y responder. Vuelta a la monotonía, vuelta a la realidad. De hecho, había llegado tarde y torpemente a todas partes aquella mañana, pero iba sólo con diez minutos de retraso respecto a mi límite habitual. Ni siquiera la niebla que invadía los alrededores del recorrido del tren cuando alcé la vista, transcurridos unos minutos, logró arrancarme de mi anhelada sensación de normalidad. Era una niebla espesa que impedía ver más allá de unos pocos metros del campo de visión, y que no recordaba haber visto nunca desde el tren pero, bah, ya nada me sorprendía en ese día que había amanecido raro, y que yo estaba logrando enderezar. Me dispuse a responder un nuevo email.

Cuando volví a alzar la vista, ya no había niebla. Pero sentí que se me nublaba la vista. Entrecerré los ojos: no reconocía el paisaje que se contemplaba desde la ventana. Desvié la mirada hacia los paneles digitales informativos del vagón, que había ignorado tras las dos primeras paradas, y comprobé que la siguiente parada me era desconocida, así como la siguiente, y la siguiente, y el resto del recorrido que hacía aquel tren. Este tren, querida yo, no pasa por Barcelona, y en los minutos en que he distraído mi atención del viaje (¿cuánto tiempo llevo abducida por el móvil?) se ha alejado lo suficiente de mi ruta habitual como para verme totalmente desubicada, que no perdida. Alarma total. Torpeza total. Derrota absoluta. ¿Quién me manda a mí aplicar la lógica que me sale de la manga: «todos los trenes van a Barcelona»?

La población de la segunda parada en el trayecto pendiente de recorrer me resultó familiar, y deduje que desde allí saldrían trenes hacia Barcelona. Decidí que lo mejor era esperar a bajar entonces, y aguardé, pues, impaciente y nerviosa, a que el tren hiciese la siguiente parada, conmigo en él, sin huir despavorida, y aparentando normalidad en medio de una contenida y más que digna desesperación íntima. Mi reacción fue quedarme quieta, esperar, dejando que ese tren se alejase todavía más de mi espacio y de mi tiempo. Al llegar a la segunda estación  tras el estado de alerta, pude por fin apearme del tren. La sensación de alivio duró muy poco: estaba en el último vagón, y las pocas personas que habían descendido del tren desparecieron en cuestión de segundos, engullidos por los pasos subterráneos, en la lejanía del primer vagón. Recorrí la totalidad del andén acompañada únicamente del ruido de mis tacones resonando en el pavimento y el bombeo acelerado de mi corazón retumbando en las sienes. La cabeza bien alta. Normalidad (¿dignidad?) ante todo.

En un pequeño bar que se encontraba a la salida de la estación me informaron de que no había trenes de vuelta hasta primera hora de la tarde y que era necesario hacer transbordo a otra línea de ferrocarril cercana para dirigirse a Barcelona. La línea de ferrocarril en cuestión se encontraba a unos quince minutos caminando, «siguiendo el descampado, pasando por debajo del puente, y subiendo la calle hasta ver la estación a mano derecha». Mi concepto de transbordo ferroviario nunca ha vuelto a ser el mismo desde entonces.

Salí de la estación fantasma. Lucía el sol. El paisaje no podía ser más desangelado y solitario. Divisé la desviación bajo el puente de autopista que debía tomar para luego proseguir el camino: desde mi perspectiva no era más que un cul-de-sac. Sólo faltaba la música de armónica de Western (una planta rodadora por ahí en plan tumbleweed tampoco hubiera estado nada mal…) ¿De veras me espera a medio kilómetro una estación que lleva a Barcelona?  Di gracias por estar pasando por aquel trance a plena luz del día, y saqué el teléfono para pedir compañía audible urgente. Fue mi salvavidas para llegar, por fin, sana y salva, a la estación por la que pasaría el tren que me llevaría a mi destino urbano. Una hora y media más tarde de la hora habitual.

Comienza un nuevo año y, de nuevo, veo reflejada en el tren la simbología de muchas de las cosas que nos pasan en la vida (a este paso tendré que pensar en inaugurar una nueva categoría denominada «Tren de vida» o «Crónicas de irrealidad ferroviaria», por ejemplo…) Si miro atrás, veo que en el año que acabamos de dejar decidí apearme de un tren cuyo destino no me convencía, para encontrarme con otro que pasó cerca de mí pero que no iba a esperarme por mucho tiempo: tenía que decidir rápidamente si subirme a él o no. No fueron decisiones fáciles: había que esperar a la estación adecuada para bajar de un tren que, aunque prometía llegar a buen puerto al principio, se reveló equivocado poco después y, si bien el transbordo se auguraba incierto y solitario, con cierto ambiente amenazante en los alrededores, finalmente llegué al tren que yo buscaba, y me subí a él, con sensación de vértigo, pero con total decisión. Ha bastado muy poco tiempo para confirmar que este nuevo tren sí hace el recorrido que me agrada, y me llevará, sin duda, al mejor destino.

En ocasiones nos familiarizamos con ciertos recorridos, trayectos que nos resultan familiares, estables, conocidos. Subimos siempre al mismo tren. Pero no nos damos cuenta, o si lo hacemos intentamos convencernos de lo contrario, de que en realidad ese tren no nos lleva donde queremos o necesitamos, que la niebla no nos deja ver la incertidumbre que nos rodea, y quizás sea necesario bajar del mismo, alzar la vista, y buscar una nueva dirección, una línea diferente, un trayecto distinto. Puede ser que nos ocurra un día que subamos a un tren equivocado y nos sucedan, debido a nuestro error, cosas inesperadas que cambien el rumbo de nuestra vida (no fue el caso en mi aventura ferroviaria arriba descrita, y mira que hubiera sido la ocasión ideal para un encuentro insólito con algún personaje inverosímil, cachisss…), pero normalmente los trenes que nos llevan a nuestro lugar en la vida los escogemos nosotros, por voluntad propia, con más o menos vértigo, pero siempre buscando nuestro mejor Destino.

Desde este blog animo a cualquier lector de estas líneas a buscar su camino, a subir a su tren de vida, y disfrutar del viaje. Quizás sea necesario esperar a que llegue la ocasión adecuada para bajar de un tren y aventurarse a emprender un recorrido diferente. Quizás se trate de desafiar a la lógica, o de aportar una nueva excepción a la regla, a lo establecido. Correremos ciertos riesgos pero, cuando redirigimos nuestra vida en el sentido adecuado, cuando el Destino, con mayúsculas, es el que anhelamos, el recorrido, con transbordos o sin ellos, vale realmente la pena.

FELIZ 2012. FELIZ DESTINO

PRÓXIMA PARADA…

•29 noviembre, 2011 • 4 comentarios

Viajar en tren puede resultar una experiencia de lo más gratificante. Uno se acomoda en el asiento que haya escogido a los pocos segundos de acceder a su vagón, si puede ser al lado de una ventana, y sólo tiene que dejarse llevar. Por supuesto, hablamos aquí de un tren espacioso, agradable, luminoso, que nos acoge con asientos a nuestra disposición cuando hace parada en nuestra estación. Las puertas se cierran, el tren arranca, y da comienzo un tiempo de paréntesis, que tiene su hora de salida y su hora de llegada.

Hacía tiempo que no utilizaba el tren con asiduidad, y recuperar esa buena costumbre se ha convertido, de nuevo, en un tiempo especial y muy provechoso dentro de la jornada. No hay nada como la despreocupación y la tranquilidad que suponen ser llevado, en oposición al esfuerzo o la tensión que implican tener que prestar atención a la conducción en la carretera. Se puede escoger entre dejar la vista perdida en el paisaje-película que se desplaza a una velocidad considerable en la pantalla-ventana; o bien leer, ya sea en formato impreso o digital (el tiempo del trayecto se ve reducido de forma mágica – o… ¿será que realmente se llega antes?); o bien gestionar mensajes en el dispositivo telefónico; o abstraerse uno de la realidad que le rodea (si no hay conversaciones indiscretas o indeseables que interfieran en el proceso de abstracción, eso sí); o hasta se tiene la opción de reflexionar sobre un tema determinado, cuyas conclusiones (o simplemente cavilaciones) pueden acabar desembocando en un texto de blog nocturno. Son muchas las posibilidades y variaciones que puede adoptar el tiempo transcurrido en el tren, que muchas veces encuentra extensión en el desplazamiento subterráneo del metro, dejando abiertas únicamente, en tal caso, las opciones más introspectivas y quizás más profundas del trayecto, a falta de luz natural y paisaje abierto.

Al recuperar el buen hábito de viajar en tren he recordado el término acuñado por el antropólogo francés Marc Augé: los no-lugares.  Espacios de tránsito, de flujo, «espacios del anonimato». «Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un [no lugar]». Son lugares de transitoriedad, en los que estamos sólo de paso: una autopista, un aeropuerto, una habitación de hotel, un supermercado. Un tren. Y pensaba yo que, para ser lugares de paso, para ser no-lugares, cuánta vida se nos va en ellos, muchas veces. No tanto porque la vida se nos va en sentido negativo, aunque invertir dos horas diarias en la autopista puede acabar convirtiéndose en una pérdida de tiempo si no se ven compensadas por las horas dedicadas en los lugares (éstos sí) a los que nos lleve esa autopista, o un retraso considerable en la salida de nuestro vuelo nos puede acarrear muchos inconvenientes. Estos días pensaba en los retales de vida  que se nos quedan en esos no-lugares, experiencias que a veces pasan en un abrir y cerrar de ojos, visto y no visto (siete paradas de tren, dos peajes de autopista, una compra rápida, un alojamiento con check-out precipitado), y que, sin embargo, pueden dejar marca en nosotros. A veces pequeña, cotidiana, y fácilmente olvidada. Pero en otras ocasiones nos marcan de forma más profunda, duradera, y extrañamente imborrable. Así, es posible que recordemos que una idea concreta vino a nuestra mente con las manos al volante, atentos a la curvatura de la carretera; o que recibimos una llamada importante o leímos un mensaje sorprendente mientras contemplábamos desde el tren la vida en modo forward del otro lado de la ventana ; o que vimos a nuestro jugador de fútbol favorito haciendo compras muy cerca nuestro en la sección de perfumería del duty free del aeropuerto.

Bien pensado, no puede ser de otra manera: porque nos movemos. Vivir es moverse, desplazarse, caminar, avanzar. A veces también retroceder, o hacer un alto en el camino. Pero siempre para seguir adelante, o para volver, o para buscar una nueva dirección. Por supuesto, todos buscamos nuestro LUGAR en la vida, con todo su peso, con todo su significado, con toda su identidad. Pero también durante el camino, durante la búsqueda, vivimos.

Mis ratos de lectura más agradables recientemente transcurren en un no-lugar. Me encontré, por casualidad, con el que sería el amor de mi vida en un no-lugar. He creado historias y viajado a lugares imaginados en un no-lugar. He soñado con ser otra persona (¿o fue verdad?) en un no-lugar. Este blog es un no-lugar (irreal, cotidiano, de paso).

La felicidad es un no-lugar.

APRENDIENDO A APRENDER

•29 octubre, 2011 • Deja un comentario

Todo está libre y no me importa

el tiempo juega con mi libertad

y la libertad juega conmigo

estoy abierto a las promesas

que siempre parten de una búsqueda

yo las escojo y las protejo

porque son débiles / no saben

que mansos rastros quedan de sus pasos

aptas son para ir para volver

yo avanzo igual

con proyectos con ansias sin rencores

y miro como pasan los que pueden

aprendiendo a aprender

que no es en balde

                                                  BIOGRAFÍA PARA ENCONTRARME, Mario Benedetti

 

ELOGIO DE LA PEQUEÑEZ

•9 octubre, 2011 • 1 comentario

No hay nada como una gran fiesta de cumpleaños cuando se es niño. Invitar a tus amigos y amigas, preparar la que esperas que sea la mejor merienda de sus vidas, todo alrededor del hecho de que pasas a ser un año más mayor, todo girando entorno a tu gran día. Cuando yo era pequeña las fiestas de cumpleaños se celebraban en casa, aunque se tratase de un piso urbano de modestas dimensiones, que resultaba definitivamente reducido si el grupo de amigos pasaba de la docena. Para el protagonista, sin embargo, esa multitud concentrada en su honor era el mejor regalo para su ilusión. Hoy en día disponemos de espacios especialmente preparados para estas ocasiones, de modo que nuestros hijos pueden escoger entre la versión íntima, selectiva, invitando a sus mejores amigos en casa, o la versión multitudinaria que puede celebrarse en parques de ocio infantil o restaurantes. La cuestión es celebrar, disfrutar, empatizar. Y es precisamente cuando preparamos esas celebraciones para nuestros pequeños, su gran momento del año, cuando recordamos nuestra propia ilusión cuando cumplíamos años a su edad.

Con el paso del tiempo, los motivos de celebración cuando se cumplen años van cambiando. Los cambios de década son especialmente relevantes y, desde luego, cuando se cumplen 40, uno se pone de un trascendental… Se mira al pasado con una mirada tan nostálgica como analítica, y se planifica con una nueva mentalidad,  en base a lo ya vivido y aprendido, el futuro que está a la vuelta de la esquina. No he podido evitar estos días asociar el discurso de Stanford de Steve Jobs (D.E.P.) a mis propias reflexiones llegados los 40 en mi vida: es la década en que conectamos puntos, en que miramos atrás y comprobamos cómo ciertas experiencias vividas en el pasado cobran ahora, pasados unos años, una especial relevancia. Pequeños momentos pasados adquieren una nueva dimensión, resurgen con una nueva perspectiva, y nos damos cuenta de que determinadas vivencias que pasaron por nuestra vida de forma adversa o dramática ahora se tornan referencias imprescindibles de consecuencias  positivas y prometedoras. Un viaje realizado desde la obligación, al que no le vimos más sentido en su día que perder el tiempo, puede ser años después el origen de un contacto presente que formará parte de un futuro inmediato de altas perspectivas.

«...you can’t connect the dots looking forward. You can only connect them looking backwards, so you have to trust that the dots will somehow connect in your future. You have to trust in something —your gut, destiny, life, karma, whatever— because believing that the dots will connect down the road will give you the confidence to follow your heart, even when it leads you off the well-worn path, and that will make all the difference.«

Mirando atrás, compruebo lo pequeña que me he sentido en muchos momentos, situaciones adversas en las que los planes no salían tal y como yo los había planeado, laberintos de los que costaba salir, y que casi siempre me hacían sentir desubicada y, muchas veces, insignificante, torpe o perdida. Ahora, volviendo a aquellos episodios unos cuantos años más tarde, esos momentos vuelven a mí con una nueva perspectiva, cobran una importancia especial, y puedo comprobar que cada uno de esos contratiempos fue necesario para poder buscar y construir cosas nuevas en mi vida, siempre siguiendo lo que me dictaba el corazón, nunca conformándome a lo que no me llenaba o me distanciaba de los míos. La vida te demuestra que no siempre es necesario ir en busca de experiencias extraordinarias, sino que son muchas veces los pequeños momentos, como el encuentro fortuito con el chico que te gusta en una tienda de ropa, o el gesto de recoger un catálogo concreto en una feria internacional, o el discurso de un empresario que llegó a lo más alto desde la nada, o un simple «me gusta» en tu estado en el Facebook, los que pueden cambiar sustancialmente el devenir de tu vida, y aportarle, desde la pequeñez, grandes perspectivas de futuro.

He cumplido los 40, pero me sigo sintiendo orgullosa de mi pequeñez, del valor que le doy a lo cotidiano y lo familiar, a la pasión y la creatividad.  Llego a los 40 agradecida por los puntos que se van conectando a medida que la vida avanza, mientras el trabajo, el amor, y también la muerte, van adquiriendo forma y consistencia, un sentido, una dirección. No siempre el camino ancho y establecido es el mejor: en ocasiones se disfruta más conduciendo por pequeñas carreteras sinuosas, que quizás requieren más esfuerzo y atención en la conducción, pero cuyo paisaje nos puede hacer el viaje muchísimo más agradable.

Vivir mi propia (pequeña) vida con los míos. Llegar a obtener mi graduado como madre, como esposa, como amiga, como compañera. Ése es el mayor regalo.

 

 

 

LA ESCALERA

•24 septiembre, 2011 • Deja un comentario

Sabes que alguna vez se abre la puerta

y presente y futuro se abalanzan

confundidos,

audaces,

luminosos.

Ese presagio escribe en tu memoria

un gesto aún ignorado, una sonrisa

que amarás, el destino que te acecha

y ante el que rendirás, dócil, tus armas.

Así, cuando la vida haga el intento

de sorprenderte, ya tendrás las claves.

Conocerás el fondo del milagro,

la explicación de todo este misterio.

 

Tal vez aquella tarde, una escalera…

 

                                                                        Josefa Parra, TRATADO DE CICATRICES

 

INSTINTO

•18 septiembre, 2011 • Deja un comentario

En ocasiones la vida nos deja solos. Nos quedamos al mando de nuestra existencia, sin instrucciones, sin rumbo fijo, sin piloto automático. En ocasiones, la estabilidad se convierte en prisión, la ignorancia se disfraza de amistad epidérmica, la empatía no tiene donde verse reflejada, las sombras nos persiguen y no damos con la dirección adecuada. Crisis. De los 40, por ejemplo.

Es entonces cuando se hace necesario acudir a él. Es peligroso, inestable, imprevisible, traicionero a veces. Pero en determinados momentos, en ocasiones, se convierte en el último recurso: el instinto. Con el instinto como co-piloto vital, el vértigo se convierte en sensación de libertad, el silencio es la mejor respuesta a la ira, el insomnio se torna cuaderno de bitácora, el abrazo se erige en el mejor refugio de supervivencia. El instinto vapulea, instiga, confunde, pero también estimula, reta, provoca.

A veces, la opción más difícil es la correcta, pero sólo podemos saberlo por instinto.

Sabemos que la perfección no llegará jamás, y por eso, a veces, huímos lejos buscando una salida, cuando el futuro nos estaba esperando, tranquilo y sereno, a la vuelta de la esquina.